viernes, 18 de noviembre de 2022

DEL TIEMPO I MAMA - RAUL CHULIVER

                DEL TIEMPO’I MAMA     zamba de Polo Gimenez
Polo Giménez, nombre artístico de Rodolfo Lauro María Giménez, (1904-1969), fue un compositor y pianista, intérprete de música folklórica de Argentina, identificado con las provincias de Córdoba donde se crio y Catamarca, donde vivió de adulto. Está considerado como uno de los precursores del boom del folklore argentino producido a partir de la década de 1950. 
Es autor de canciones que integran el cancionero folklórico tradicional ,
En esos días se me presentó una oportunidad desde largo tiempo acariciada: Carlitos
Lastra, uno de los integrantes del “Los cantores de Quilla Huasi”, me contó que una tía
de él quería vender su piano Vienés, de media cola; estaba en perfectas condiciones,
según me dijo y agregó que él se había acordado de mí, por tratarse de una oportunidad
que podía interesarme. Es claro que me interesaba y mucho, pero eso no era suficiente;
había que saber si lo podía financiar. Por las dudas fui a verlo y desde el momento que
puse las manos sobre el teclado, me dije a mí mismo: “Tengo que encontrar la manera
de poder comprarlo. Este piano tiene que ser mío”. Pedía por él, veinticinco mil pesos,
precio bastante ventajoso para esa época –año 1950- pero para mí resultaba una pequeña
fortuna, que no tenía. Hice mil combinaciones hasta que, por fin, pude comprarlo.
Cuando lo tuve en casa, me pellizcaba para tener la seguridad de no estar soñando.
Me sentía como un niño que ha conseguido el tesoro del juguete largamente deseado.
Pasaba largas horas tocando y deleitándome con la pastosidad y dulzura de su sonido
aterciopelado.
Como primera obra compuesta en ese piano, nació una zamba que, con el andar del
tiempo, alcanzaría una popularidad tan grande como “Paisaje de Catamarca”. Los
lectores que conocen el repertorio mío, ya habrán adivinado que me estoy refiriendo a la
zamba “Del tiempo’i mama”, cuya letra va a continuación.
DEL TIEMPO’I MAMA
El viejo patio que dá al callejón,
la galería, el aljibe, el rosal,
la pajarera, la hamaca, el malvón,
me llevan siempre en el recuerdo a mi pago’i Pomán.
Veo a mi tata, contento y feliz,
pitando una chala y meta matear,
mientras mi mama, déle trajinar,
pasa secándose las manos en el delantal.
Qué tiempo feliz, el de la niñez!...
veláy, yo no sé para qué pasará!...
Palabrita’i Dios que dan gana’i llorar
de solo pensar que no volverá.
Vieja casita del pago’i Pomán,
porque sos parte de mi vida, te quiero cantar.
Veo la cuja, el brasero, el telar,
la paila’i cobre y el huso del hilar;
y en la batéa, con puyos tapao,
está leudando el amasijo para hacer el pan.
Me veo chango en el patio, jugar
y al Carchi moto, mirarme y toriar;
oigo a mi mama, fregando la olla para hacer el guaschalocro,
cantar y cantar.

Cuja: Cama. Paila: especie de olla de cobre para hacer dulces. Carchi: cusco,
perrito chico. Moto: rabón. Guaschalocro: locro pobre.
Esta zamba lleva adosada una glosa, que viene a ser la motivación del tema. En algunos
discos en los que está incluida, la digo yo: como en el de “Los cantores de Quilla
Huasi”, en el de “Los hermanos Fruttero”, un muy buen conjunto de Río Cua rto
(Córdoba) y también, últimamente, en un disco que grabé con mi conjunto, para la
Fiesta Nacional del Poncho, por encargo del gobierno de Catamarca. La glosa de
referencia dice así: “Cuando de estar estando, me acuerdo de cuáaaanta… cuando vivía
mi tata… cuando mi mama me sabía retar… cuando me salía pal cerro a buscar las
cabras, con la honda colgada al cuello y méeeeeta silbar… y me véo ahora, tan lejos y
tan solo como me he quedao… Me entra una tristeza… y… me dá pereza de seguir
pensando, total, que vuá remediar, ah?”
Hay algunas anécdotas a propósito de esa canción; cosas que sucedieron y que me
daban asidero para pensar que, en cualquier momento podía surgir la popularidad;
aunque esto recién sucedió siete largos años después de haberla publicado. El éxito
tiene esas cosas: sus pequeños caprichos y veleidades. Así como “Paisaje de
Catamarca”, fue un suceso inmediato, que yo no esperaba, esta otra, a la que yo atribuí
una pronta popularidad, durmió siete años en el más completo anonimato.
Pero vamos a las anécdotas: Vivía para ese entonces, en un departamento en Avenida
Gaona 1433; teníamos de vecina en el mismo piso, a una señora judía, bastante mayor,
lo que no significaba que no fuera de un carácter jovial y graciosa. Era además, muy
coqueta; le gustaba arreglarse bien y hablar de grandezas. Superficial pero muy
simpática y cariñosa. Había vivido en Tucumán y allí había tenido ocho hijos. Y por
ese sólo motivo pretendía ser una autoridad en música folklórica, aunque a la legua se
notaba que, ni la entendía ni le gustaba mayormente. Se llamaba doña Pola Kohan de
Raskowsky.
Con motivo de tan cercana vecindad y por el hecho de no tener teléfono en su casa, a
cada rato llegaba a la nuestra. Estando doña Pola no se podía hacer música porque ella
canturreaba todo lo que se tocara, lo conociera o no; lo mismo si lo hubiera escuchado
antes o por primera vez; seguramente pretendía confirmar con eso, su pregonada
versación musical. A mi siempre me hacía bromas y me decía cosas como: “A ver ché,
¿que has compuesto últimamente –ella me tuteaba, yo no a ella-. Hacémelo escuchar,
pero tocá bien, mirá que yo entiendo mucho de estas cosas y si chamboneás, a mí no me
vas a engañar”. A veces yo estaba en vena, y siguiéndole la corriente, me sentaba al
piano y tocaba la última música que había compuesto, aunque ya sabía que doña Pola
empezaría con su canturreo sin escuchar, o por lo menos sin prestar atención a lo que yo
tocara.
Comencé a tocar “Del tiempo’i mama” y, como siempre, ella empezó a canturrear;
aunque pude observar, que no lo hacía tan continuadamente como otras veces, sino
dejaba algunos intervalos en que realmente escuchaba. Llamé a Elena, que estaba
cocinando, para que la cantase y sucedió entonces que doña Pola, a medida que iba
escuchando la letra –ella que era tan movediza e inquieta- empezó a ponerse seria y
quietecita y cuando menos podíamos suponer, se la oyó sollozar pero tan afectada y
profundamente conmovida, que yo dejé de tocar de inmediato, me levanté, le di un
abrazo y por romper la tensión, le dije: ¿Para eso me pide que toque el piano?... ¿para
ponerse a llorar?. Reaccionó enseguida y entre sonrisas salpicadas de llanto, como
queriendo restarle importancia al episodio, tal vez pudorosa de haber desnudado así sus
sentimiento, me dijo: “¿Mirá que sos un loco, pero hacés cosas lindas, eh?.
Íntimamente le agradecí a doña Pola ese llanto que me demostraba, mejor que
cualquier elogio, que esa zamba era una obra que podía llegar al corazón de la gente.
¡Pobra doña Pola!; ya no está, para leer estos recuerdos que la hubieran hecho feliz,
porque en el fondo nos quería sinceramente.
A pocos días de este episodio, llegó de Mendoza un viejo amigo de la juventud,
profesor y patrocinador de boxeo. Venía a Buenos Aires trayendo un pupilo que debía
disputar el título de Campeón Argentino de los livianos, que detentaba el inolvidable
Alfredo Prada. Vino a casa a visitarme y después de agotar el tema sobre el motivo que
lo traía, pienso que más por hacerme un cumplido que por real deseo, me pidió que si
tenía algo nuevo, se lo hiciera escuchar. No queriendo perderme la oportunidad de
probar el efecto que producía en un hombre dedicado a una actividad tan aparentemente
opuesta a la música, me senté al piano y le pedía a Elena que cantara “Del tiempo’i
mama”. Carlitos Suares, que así se llamaba aquel amigo, medio recostado en el marco
de la puerta que quedaba al lado del piano, cerca de mí, estaba sonriente, cosa habitual
en él; de pronto se quedó serio y ante nuestra enorme sorpresa, metiendo su cara entre
su brazo derecho, me estiró en silencio su mano izquierda y en el apretón que me dio,
parece que quiso hacerme comprender todo lo que no pudo decir por la emoción. Lo
único que alcanzó a balbucir, en un esfuerzo por tratar de justificar lo que él suponía
una debilidad, impropia de un hombre dedicado a la ruda actividad del boxeo, fue algo
como: “perdónenme pero yo soy un sonso para estas cosas”. ¡Ojalá –pensé yo- todos
los sonsos y los que no lo son fueran capaces de emocionarse así con una canción! ¡Qué
distinto sería el mundo!...
Pero una de las anécdotas más curiosa, fue la que me ocurrió con un amigo a quien
quiero y distingo mucho: el catamarqueñísimo doctor Marcelo Barrionuevo; eminente
cirujano que estuvo muchos años radicado en Filadelfia. Desde allí solía remitir libros
de medicina y discos, que yo le guardaba para cuando resolviera volver para instalarse
en Catamarca. Cuando esto sucedió, vino de paso a visitarnos y a retirar sus efectos;
pero no vino solo. Se había casado con una simpática norteamericana que, por
supuesto, cuando llegó a Buenos Aires no hablaba una palabra en castellano.
Conversamos de mil cosas; recordamos otras tantas y, de cuando en cuando, al suponer
que el asunto podía interesarle a la señora que permanecía mirándonos con esa sonrisa
incierta y afligida de la persona que no entiende lo que se está hablando, mi amigo –que
habla correctamente el Inglés- le traducía algo haciéndola participar en la conversación.
Así llegamos a lo que, generalmente sucede con todos los amigos que llegan a casa:
“Haceme escuchar algo nuevo que hayas compuesto últimamente”. Accedí con mucho
gusto, como era lógico, y toqué “Del tiempo’i mama”. Elena lo cantó, muy suavecito…
muy íntimo. Marcelito, que hacían cinco años que faltaba del país y que, por añadidura,
había vivido en casa de sus padres en Catamarca, todo lo que yo describo en la letra, se
emociono muchísimo, y a pesar del dominio que tiene sobre sus sentimientos y
emociones, no pudo evitar que se le llenaran de lágrimas los ojos.
La señora como es de suponer, no salía de su sorpresa de ver a su marido tan
emocionado y, por supuesto, quiso saber el motivo. Hablando con Marcelito, en inglés,
le preguntó de qué se trataba. Para que lo comprend iera mejor, mi amigo me pidió que
la tocara otra vez y a Elena, que la cantara. Y aquí viene la escena curiosísima, un tanto
insólita y muy emotiva, que se vivió en aquella oportunidad: Yo tocaba en el piano la
zamba; Elena la cantaba; mi amigo le iba haciendo la traducción de la letra a la señora y
ésta, que, por encontrarse en un país extraño a miles de kilómetros de distancia del
suyo, donde había dejado sus más caros afectos –sus padres- se sintió tocada por el
motivo de la letra que el marido le iba traduciendo y, abrazándose a éste, lloró
desconsoladamente.
Fue así como la zamba “Del tiempo’i mama”, tocada al piano, en Buenos Aires, por
un cordobés y cantada por una porteña, hizo llorar a una norteamericana que no conocía
nuestro idioma. ¿No es curiosísimo? Es mucho más de los que un autor puede esperar
de una obra suya!...
Pero no obstante todas las comprobaciones que dejaban ver la posibilidad de que se
hiciera popular enseguida, la obra seguía sin trascender al gran público. Continuó sin
salir del círculo de mis amigos; hasta que, por fin, siete años después. Alberto Merlo,
hoy muy conocido en el ambiente como fiel intérprete del cancionero sureño, la sacó del
anonimato.
Actuaba Merlo, por aquél entonces, en una Peña que funcionaba en la calle Cerrito
Nº 34, en la planta baja del hotel “Du Midí” (del medio día). De este hotel hablaré más
adelante, muy especialmente. Pero sigamos con la historia de la zamba “Del tiempo’i
mama”. Hablaba de Alberto Merlo.
Este magnifico cantor, conocía muy bien esta obra por haberla ensayado durante
muchos meses, en un conjunto mío, que al final se desintegró sin siquiera hacer llegado
a debutar, por razones que no vienen al caso.
Merlito hizo sus primeras armas en Cerrito 34 –nombre con el que se conocía
también la Peña- y cantaba todas las noches, entre otras obras mías, esta zamba.
Al principio lo hacía porque a él le gustaba, pero a los pocos días, el público ya se la
pedía -según me contaba él- y después tenía que hacerla varias veces por noche, a
pedido de cada grupo que llegaba a la Peña. Por último, ya era el público el que la
cantaba. En esta forma tomó la juventud, que era mayoría en la concurrencia. Fue en
boca de esa juventud que llegó a las arenas de Mar del Plata en el verano de 1961 –año
del gran furor de la guitarra y el cantar nativo entre los jóvenes y los niños-. De allí
volvió con una popularidad tal que no hubo conjunto, solista, instrumentista profesional
o aficionado, que no la incluyera en su repertorio. En mi poder tengo treinta y tantas
grabaciones de distintos intérpretes, y se qué no las tengo a todas.
Todas las obras que llegan a popularizarse, tienen un intérprete que las llevó a la
popularidad. En este caso fue Alberto Merlo, quien lanzó a la popularidad mi zamba
“Del tiempo’i mama”. Por eso le estoy muy reconocido.

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